sábado, 31 de mayo de 2008

rayuela - capítulo 44

Era cierto que Traveler dormía poco, en mitad de la noche suspiraba como si tuviera un peso sobre el pecho y se abrazaba a Talita que lo recibía sin hablar, apretándose contra él para que la sintiera profundamente cerca. En la oscuridad se besaban en la nariz, en la boca, sobre los ojos, y Traveler acariciaba la mejilla de Talita con una mano que salía de entre las sábanas y volvía a esconderse como si hiciera mucho frío, aunque los dos estaban sudando; después Traveler murmuraba cuatro o cinco cifras, vieja costumbre para volver a dormirse, y Talita lo sentía aflojar los brazos, respirar hondo, aquietarse. De día andaba contento y silbaba tangos mientras cebaba mate o leía, pero Talita no podía cocinar sin que él se apareciera cuatro o cinco veces con pretextos diversos y hablara de cualquier cosa, sobre todo del manicomio ahora que las tratativas parecían bien encaminadas y el Director se embalaba cada vez más con las perspectivas de comprar el loquero. A Talita le hacía poca gracia la idea del manicomio, y Traveler lo sabía. Los dos le buscaban el lado humorístico, prometiéndose espectáculos dignos de Samuel Beckett, despreciando de labios para afuera al pobre circo que completaba sus funciones en Villa del Parque y se preparaba a debutar en San Isidro. A veces Oliveira caía a tomar mate, aunque por lo general se quedaba en su pieza aprovechando que Gekrepten tenía que irse al empleo y él podía leer y fumar a gusto. Cuando Traveler miraba los ojos un poco violeta de Talita mientras la ayudaba a desplumar un pato, lujo quincenal que entusiasmaba a Talita, aficionada al pato en todas sus presentaciones culinarias, se decía que al fin y al cabo las cosas no estaban tan mal como estaban, y hasta prefería que Horacio se arrimara a compartir unos mates, porque entonces empezaban inmediatamente a jugar un juego cifrado que apenas comprendían pero que había que jugar para que el tiempo pasara y los tres se sintieran dignos los unos de los otros. También leían, porque de una juventud coincidentemente socialista, y un poco teosófica por el lado de Traveler, los tres amaban cada uno a su manera la lectura comentada, las polémicas por el gusto hispano argentino de querer convencer y no aceptar jamás la opinión contraria, y las posibilidades innegables de reírse como locos y sentirse por encima de la humanidad doliente so pretexto de ayudarla a salir de su mierdosa situación contemporánea.

Pero era cierto que Traveler dormía mal, Talita se lo repetía retóricamente mientras lo miraba afeitarse iluminado por el sol de la mañana. Una pasada, otra, Traveler en camiseta y pantalón de piyama silbaba prolongadamente La gayola y después proclamaba a gritos: «¡Musita, melancólico alimento para los que vivimos de amor!», y dándose vuelta miraba agresivo a Talita que ese día desplumaba el pato y era muy feliz porque los canutos salían que era un encanto y el pato tenía un aire benigno poco frecuente en esos cadáveres rencorosos, con los ojitos entreabiertos y una raja imperceptible como de luz entre los párpados, animales desdichados.

—¿Por qué dormís tan mal, Manú?

—¡Música, me ...! ¿Yo, mal? Directamente no duermo, amor mío, me paso la noche meditanto el Liber penitentialis, edición Macrovius Basca, que le saqué el otro día al doctor Feta aprovechando un descuido de su hermana. Por cierto que se lo voy a devolver, debe costar miles de mangos. Un Liber penitentialis, date cuenta.

—¿Y qué es eso? —dijo Talita que ahora comprendía ciertos escamoteos y un cajón con doble llave—. Vos me escondés tus lecturas, es la primera vez que ocurre desde que nos casamos.

—Ahí está, podés mirarlo todo lo que se te dé la gana, pero siempre que primero te laves las manos. Lo escondo porque es valioso y vos andás siempre con raspas de zanahoria y cosas así en los dedos, sos tan doméstica que arruinarías cualquier incunable.

—No me importa tu libro —dijo Talita ofendida—. Vení a cortarle la cabeza, no me gusta aunque esté muerto.

—Con la navaja —propuso Traveler—. Le va a dar un aire truculento al asunto, y además siempre es bueno ejercitarse, uno nunca sabe.

—No. Con este cuchillo que está afilado.

—Con la navaja.

—No. Con este cuchillo.

Traveler se acercó navaja en mano al pato y le hizo volar la cabeza.

—Andá aprendiendo —dijo—. Si nos toca ocuparnos del manicomio conviene acumular experiencia tipo doble asesinato de la calle de la Morgue.

—¿Se matan así los locos?

—No, vieja, pero de cuando en cuando se tiran el lance. Lo mismo que los cuerdos, si me permitís la mala comparación.

—Es vulgar —admitió Talita, organizando el pato en una especie de paralelepípedo sujeto con piolín blanco.

—En cuanto a que no duermo bien —dijo Traveler, limpiando la navaja en un papel higiénico— vos sabés perfectamente de qué se trata.

—Pongamos que sí. Pero vos también sabés que no hay problema.

—Los problemas —dijo Traveler— son como los calentadores Primus, todo está muy bien hasta que revientan. Yo te diría que en este mundo hay problemas teleológicos. Parece que no existen, como en este momento, y lo que ocurre es que el reloj de la bomba marca las doce del día de mañana. Tic-tac, tic-tac, todo va tan bien. Tic-tac.

—Lo malo —dijo Talita— es que el encargado de darle cuerda al reloj sos vos mismo.

—Mi mano, ratita, está también marcada para las doce de mañana. Entre tanto vivamos y dejemos vivir.

Talita untó el pato con manteca, lo que era un espectáculo denigrante.

—¿Tenés algo que reprocharme? —dijo, como si le hablara al palmípedo.

—Absolutamente nada en este momento —dijo Traveler—. Mañana a las doce veremos, para prolongar la imagen hasta su desenlace cenital.

—Cómo te parecés a Horacio —dijo Talita—. Es increíble cómo te parecés.

—Tic-tac —dijo Traveler buscando los cigarrillos—. Tic-tac, tic-tac.

—Sí, te parecés —insistió Talita, soltando el pato que se estrelló en el suelo con un ruido fofo que daba asco—. El también hubiera dicho: Tic-tac, él también hubiera hablado con figuras todo el tiempo. ¿Pero es que me van a dejar tranquila? Te digo a propósito que te parecés a él, para que de una vez por todas nos dejemos de absurdos. No puede ser que todo cambie así con la vuelta de Horacio. Anoche se lo dije, ya no puedo más, ustedes están jugando conmigo, es como un partido de tenis, me golpean de los dos lados, no hay derecho, Manú, no hay derecho.

Traveler la tomó en sus brazos aunque Talita se resistía, y después de poner un pie encima del pato y dar un resbalón que casi los manda al suelo, consiguió dominarla y besarle la punta de la nariz.

—A lo mejor no hay bomba para vos, ratita —dijo sonriéndole con una expresión que aflojó a Talita, la hizo buscar una postura más cómoda entre sus brazos—. Mirá, no es que yo ande buscando que me caiga un refusilo en la cabeza, pero siento que no debo defenderme con un pararrayos, que tengo que salir con la cabeza al aire hasta que sean las doce de algún día. Solamente después de esa hora, de ese día, me voy a sentir otra vez el mismo. No es por Horacio, amor, no es solamente por Horacio aunque él haya llegado como una especie de mensajero. A lo mejor si no hubiese llegado me habría ocurrido otra cosa parecida. Habría leído algún libro desencadenador, o me habría enamorado de otra mujer... Esos pliegues de la vida, comprendés, esas inesperadas mostraciones de algo que uno no se había sospechado y que de golpe ponen todo en crisis. Tendrías que comprender.

—¿Pero es que vos creés realmente que él me busca, y que yo...?

—El no te busca en absoluto —dijo Traveler, soltándola—. A Horacio vos le importás un pito. No te ofendas, sé muy bien lo que valés y siempre estaré celoso de todo el mundo cuando te miran o te hablan. Pero aunque Horacio se tirara un lance con vos, incluso en ese caso, aunque me creas loco yo te repetiría que no le importás, y por lo tanto no tengo que preocuparme. Es otra cosa —dijo Traveler subiendo la voz—. ¡Es malditamente otra cosa, carajo!

—Ah —dijo Talita, recogiendo el pato y limpiándole el pisotón con un trapo de cocina—. Le has hundido las costillas. De manera que es otra cosa. No entiendo nada, pero a lo mejor tenés razón.

—Y si él estuviera aquí —dijo Traveler en voz baja, mirando su cigarrillo— tampoco entendería nada. Pero sabría muy bien que es otra cosa. Increíble, parecería que cuando él se junta con nosotros hay paredes que se caen, montones de cosas que se van al quinto demonio, y de golpe el cielo se pone fabulosamente hermoso, las estrellas se meten en esa panera, uno podría pelarlas y comérselas, ese pato es propiamente el cisne de Lohengrin, y detrás, detrás...

—¿No molesto? —dijo la señora de Gutusso, asomándose desde el zaguán—. A lo mejor ustedes estaban hablando de cosas personales, a mí no me gusta meterme donde no me llaman.

—Valiente —dijo Talita—. Entre nomás, señora, mire qué belleza de animal.

—Una gloria —dijo la señora de Gutusso—. Yo siempre digo que el pato será duro pero tiene su gusto especial.

—Manú le puso un pie encima —dijo Talita—. Va a estar hecho una manteca, se lo juro.

—Póngale la firma —dijo Traveler.

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