sábado, 31 de mayo de 2008

rayuela - capítulo 108

—La cloche, le clochard, la clocharde, clocharder. Pero si hasta han presentado una tesis en la Sorbona sobre la psicología de los clochards.

—Puede ser —dijo Oliveira—. Pero no tienen ningún Juan Filloy que les escriba Caterva. ¿Qué será de Filloy, che?

Naturalmente la Maga no podía saberlo, empezando porque ignoraba su existencia. Hubo que explicarle por qué Filloy, por qué Caterva. A la Maga le gustó muchísimo el argumento del libro, la idea de que los linyeras criollos estaban en la línea de los clochards. Se quedó firmemente convencida de que era un insulto confundir a un linyera con un mendigo, y su simpatía por la clocharde del Pont des Arts se arraigó en razones que ahora le parecían científicas. Sobre todo en esos días en que habían descubierto, andando por las orillas, que la clocharde estaba enamorada, la simpatía y el deseo de que todo terminara bien era para la Maga algo así como el arco de los puentes, que siempre la emocionaban, o esos pedazos de latón o de alambre que Oliveira juntaba cabizbajo al azar de los paseos.

—Filloy, carajo —decía Oliveira mirando las torres de la Conserjería y pensando en Cartouche—. Qué lejos está mi país, che, es increíble que pueda haber tanta agua salada en este mundo de locos.

—En cambio hay menos aire —decía la Maga—. Treinta y dos horas, nada más.

—Ah. Cierto. Y qué me decís de la menega.

—Y de las ganas de ir. Porque yo no tengo.

—Ni yo. Pero ponele. No hay caso, irrefutablemente.

—Vos nunca hablabas de volver —dijo la Maga.

—Nadie habla, cumbres borrascosas, nadie habla. Es solamente la conciencia de que todo va como la mona para el que no tiene guita.

—París es gratis —citó la Maga—. Vos lo dijiste el día que nos conocimos. Ir a ver la clocharde es gratis, hacer el amor es gratis, decirte que sos malo es gratis, no quererte... ¿Por qué te acostaste con Pola?

—Una cuestión de perfumes —dijo Oliveira sentándose en el riel al borde del agua—. Me pareció que olía a cantar de los cantares, a cinamomo, a mirra, esas cosas. Era cierto, además.

—La clocharde no va a venir esta noche. Ya tendría que estar aquí, no falta casi nunca.

—A veces los meten presos —dijo Oliveira—. Para despiojarlos, supongo, o para que la ciudad duerma tranquila a orillas de su río impasible. Un clochard es más escándalo que un ladrón, es sabido; en el fondo no pueden contra ellos, tienen que dejarlos en paz.

—Contame de Pola. A lo mejor entre tanto vemos a la clocharde.

—Va cayendo la noche, los turistas americanos se acuerdan de sus hoteles, les duelen los pies, han comprado cantidad de porquerías, ya tienen completos sus Sade, sus Miller, sus Onze mille verges, las fotos artísticas, las estampas libertinas, los Sagan y los Buffet. Mirá cómo se va despejando el paisaje por el lado del puente. Y dejala tranquila a Pola, eso no se cuenta. Bueno, el pintor está plegando el caballete, ya nadie se para a mirarlo. Es increíble cómo se ve de nítido, el aire está lavado como el pelo de esa chica que corre allá, mirala, vestida de rojo.

—Contame de Pola —repitió la Maga, golpeándole el hombro con el revés de la mano.

—Pura pornografía —dijo Oliveira—. No te va a gustar.

—Pero a ella seguramente que le contaste de nosotros.

—No. En líneas generales, solamente. ¿Qué le puedo contar? Pola no existe, lo sabés. ¿Dónde está? Mostrámela.

—Sofismas —dijo la Maga, que había aprendido el término en las discusiones de Ronald y Etienne—. No estará aquí, pero está en la rue Dauphine, eso es seguro.

—¿Pero dónde está la rue Dauphine? —dijo Oliveira—. Tiens, la clocharde qui s’amène. Che, pero está deslumbrante. Bajando la escalinata, tambaleándose bajo el peso de un enorme fardo de donde sobresalían mangas de sobretodos deshilachados, bufandas rotas, pantalones recogidos en los tachos de basura, pedazos de género y hasta un rollo de alambre ennegrecido, la clocharde llegó al nivel del muelle más bajo y soltó una exclamación entre berrido y suspiro.

Sobre un fondo indescifrable donde se acumularían camisones pegados a la piel, blusas regaladas y algún corpiño capaz de contener unos senos ominosos, se iban sumando, dos, tres, quizá cuatro vestidos, el guardarropas completo, y por encima un saco de hombre con una manga casi arrancada, una bufanda sostenida por un broche de latón con una piedra verde y otra roja, y en el pelo increíblemente teñido de rubio una especie de vincha verde de gasa, colgando de un lado.

—Está maravillosa —dijo Oliveira—. Viene a seducir a los del puente.

—Se ve que está enamorada —dijo la Maga—. Y cómo se ha pintado, mirale los labios. Y el rimmel, se ha puesto todo lo que tenía.

—Parece Grock en peor. O algunas figuras de Ensor. Es sublime. ¿Cómo se las arreglarán para hacer el amor esos dos? Porque no me vas a decir que se aman a distancia.

—Conozco un rincón cerca del hotel de Sens donde los clochards se juntan para eso. La policía los deja. Madame Léonie me dijo que siempre hay algún soplón de la policía entre ellos, a esa hora aflojan los secretos. Parece que los clochards saben muchas cosas del hampa.

—El hampa, qué palabra —dijo Oliveira—. Sí, claro que saben. Están en el borde social, en el filo del embudo. También deben saber muchas cosas de los rentistas y los curas. Una buena ojeada a los tachos de basura...

—Allá viene el clochard. Está más borracho que nunca. Pobrecita, cómo lo espera, mirá cómo ha dejado el paquete en el suelo para hacerle señas, está tan emocionada.

—Por más hotel de Sens que digas, me pregunto cómo se las arreglan —murmuró Oliveira—. Con toda esa ropa, che. Porque ella no se saca más que una o dos cosas cuando hace menos frío, pero debajo tiene cinco o seis más, sin hablar de lo que llaman ropa interior. ¿Vos te imaginás lo que puede ser eso, y en un terreno baldío? El tipo es más fácil, los pantalones son tan manejables.

—No se desvisten —conjeturó la Maga—. La policía no los dejaría. Y la lluvia, pensá un poco. Se meten en los rincones, en ese baldío hay como unos pozos de medio metro, con cascotes en los bordes, donde los obreros tiran basuras y botellas. Me imagino que hacen el amor parados.

—¿Con toda esa ropa? Pero es inconcebible. ¿Quiere decir que el tipo no la ha visto nunca desnuda? Eso tiene que ser una porquería.

—Mirá cómo se quieren —dijo la Maga—. Se miran de una manera.

—Al tipo se le sale el vino por los ojos, che. Ternura a once grados y bastante tanino.

—Se quieren, Horacio, se quieren. Ella se llama Emmanuèle, fue puta en las provincias. Vino en una péniche, se quedó en los muelles. Una noche que yo estaba triste hablamos. Huele que es un horror, al rato tuve que irme. ¿Sabés qué le pregunté? Le pregunté cuándo se cambiaba de ropa. Qué tontería preguntarle eso. Es muy buena, está bastante loca, esa noche creía ver las flores del campo en los adoquines, las iba nombrando.

—Como Ofelia —dijo Horacio—. La naturaleza imita el arte.

—¿Ofelia?

—Perdoná, soy un pedante. ¿Y qué te contestó cuando le preguntaste lo de la ropa?

—Se puso a reír y se bebió medio litro de un trago. Dijo que la última vez que se había sacado algo había sido por abajo, tirando desde las rodillas. Todo iba saliendo a pedazos. En invierno tienen mucho frío, se echan encima todo lo que encuentran.

—No me gustaría ser enfermero y que me la trajeran en camilla alguna noche. Un prejuicio como cualquier otro. Pilares de la sociedad. Tengo sed, Maga.

—Andá a lo de Pola —dijo la Maga, mirando a la clocharde que se acariciaba con su enamorado debajo del puente—. Fijate, ahora va a bailar, siempre baila un poco a esta hora.

—Parece un oso.

—Es tan feliz —dijo la Maga juntando una piedrita blanca y mirándola por todos lados.

Horacio le quitó la piedra y la lamió. Tenía gusto a sal y a piedra.

—Es mía —dijo la Maga, queriendo recuperarla.

—Sí, pero mirá qué color tiene cuando está conmigo. Conmigo se ilumina.

—Conmigo está más contenta. Dámela, es mía.

Se miraron. Pola.

—Y bueno —dijo Horacio—. Lo mismo da ahora que cualquier otra vez. Sos tan tonta, muchachita, si supieras lo tranquila que podés dormir.

—Dormir sola, vaya la gracia. Ya ves, no lloro. Podés seguir hablando, no voy a llorar. Soy como ella, mirala bailando, mirá, es como la luna, pesa más que una montaña y baila, tiene tanta roña y baila. Es un ejemplo. Dame la piedrita.

—Tomá. Sabés, es tan difícil decirte: te quiero. Tan difícil, ahora.

—Sí, parecería que a mí me das la copia con papel carbónico.

—Estamos hablando como dos águilas —dijo Horacio.

—Es para reírse —dijo la Maga—. Si querés te la presto un momentito, mientras dure el baile de la clocharde.

—Bueno —dijo Horacio, aceptando la piedra y lamiéndola otra vez—. ¿Por qué hay que hablar de Pola? Está enferma y sola, la voy a ver, hacemos el amor todavía, pero basta, no quiero convertirla en palabras, ni siquiera con vos.

—Emmanuèle se va a caer al agua —dijo la Maga—. Está más borracha que el tipo.

—No, todo va a terminar con la sordidez de siempre —dijo Oliveira, levantándose del riel—. ¿Ves al noble representante de la autoridad que se acerca? Vámonos, es demasiado triste. Si la pobre tenía ganas de bailar...

—Alguna vieja puritana armó un lío ahí arriba. Si la encontramos vos le pegás una patada en el traste.

—Ya está. Y vos me disculpás diciendo que a veces se me dispara la pierna por culpa del obús que recibí defendiendo Stalingrado.

—Y entonces vos te cuadrás y hacés la venia.

—Eso me sale muy bien, che, lo aprendí en Palermo. Vení, vamos a beber algo. No quiero mirar para atrás, oí cómo el cana la putea. Todo el problema está en eso. ¿No tendría que volver y encajarle a él la patada? Oli Arjuna, aconséjame. Y debajo de los uniformes está el olor de la ignominia de los civiles. Ho detto. Vení, rajemos una vez más. Estoy más sucio que tu Emmanuèle, es una roña que empezó hace tantos siglos, Pernil lave plus blanc, haría falta un detergente padre, muchachita, una jabonada cósmica. ¿Te gustan las palabras bonitas? Salut, Gaston.

—Salut messieurs dames —dijo Gaston—. Alors, deux petits blancs secs comme d’habitude, hein?

—Comme d’habitude, mon vieux, comme d’habitude. Avec du Pernil dedans.

Gaston lo miró y se fue moviendo la cabeza. Oliveira se apoderó de la mano de la Maga y le contó atentamente los dedos. Después colocó la piedra sobre la palma, fue doblando los dedos uno a uno, y encima de todo puso un beso. La Maga vio que había cerrado los ojos y parecía como ausente. «Comediante», pensó enternecida.

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